Apenas le quedan pocas horas para acabar este 21 de
diciembre, y parece que el mundo se resiste a llegar a su final de manera
inminente. Supongo que prefiere hacerlo poco a poco, a fuego lento, a tenor de
lo que se ve en la tele y en los periódicos.
De hecho, el único desastre que he contemplado hoy ha sido
cuando esta mañana la Renfe ha batido todos sus récords recientes en
impuntualidad. Pero claro, esto no es motivo suficiente como para anunciar el
final de los tiempos, a lo sumo para inflar los cojones un poco más de buen
amanecer. De momento, ni siquiera he visto a ningún grupo de iluminados en plan
“Hermanos de los Últimos Días del Advenimiento Ferroviario”, cuyo apocalipsis
iría seguido de un paraíso ideal en el que los trenes de Renfe siempre serían
puntuales (por cierto, sería bonito, ¿no?).
Por lo demás, en mis 38 años de devenir mundano creo que he
pasado por ocho o nueve finales del mundo, así en corto. A veces parece que la
gente, de puro aburrimiento, tenga ganas de ver un espectáculo de meteoritos,
inundaciones, lluvia de ranas o canciones de Justin Bieber, por citar algunos heraldos
infaustos de la Hecatombe Universal. Como
si no tuviera bastante con el día a día.
En fin, que no se acabará el mundo hoy, como todos
preveíamos en el fondo a juzgar por tanto chiste y chascarrillo… y tan pocas
ganas visibles de meterse en desenfrenos alegres varios de última hora, ya me
entendéis. O se acaba el mundo en condiciones, o no se acaba.
Además, para acabar, tampoco veo viable la elección de la
fecha. Sería una putada para el que tuviera el número ganador del Sorteo de
Navidad de mañana. Y eso, en este país, es suficiente como para detener hasta a
las Siete Plagas Bíblicas. Los mayas tendrían que haberlo sabido antes de
tirarse el pegote del calendario.
Hasta la próxima.
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