jueves, 19 de junio de 2014

Rey Sol, Vetusta Morla, 2008


Diciembre de 1683, palacio de Versalles. El hijo de Luis XIV, rey de Francia por la Gracia de Dios y Rey Sol por la de sus ejércitos, había tenido descendencia por segunda vez. Versalles aún estaba casi recién estrenado como sede real -de hecho, el edificio aún no estaba terminado del todo- y el nacimiento del nuevo nieto real era todo un acontecimiento. Recibió el nombre de Felipe y el título de Duque de Anjou, uno de los más distinguididos del reino.

 Diecisiete años más tarde, en aquel mismo edificio que le vio nacer, Anjou fue proclamado rey de la monarquía hispánica, en virtud de las artimañas de su borbónico abuelo y de la última decisión de su tío abuelo, Carlos II, el llamado Hechizado y último, estéril y degenerado Austria. Bajo el título real de Felipe V, marchó hacia sus nuevos dominios, imbuido del espíritu que su abuelo Luis le había inculcado. Un espíritu -el del apócrifo pero versemblante "l'État c'est moi"- que pronto se traduciría en una forma de gobernar inusual al sur de los Pirineos.

 Damos otro salto en el tiempo. 1714. Ni sus parientes los Austrias, ni Inglaterra, ni algunos de sus súbditos peninsulares habían aceptado al nuevo monarca: unos por intereses dinásticos, otros por estrategia política, otros por miedo a la pérdida de los privilegios de su tierra. La guerra fue dura: finalmente, tras el abandono de los Habsburgo y de los ingleses, y la caída de Aragón y de Valencia, Cataluña se quedó sola ante el ya no tan nuevo monarca. Y dividida: la alta aristocracia estaba dispuesta mayoritariamente a acordar la rendición, a diferencia de parte de la baja nobleza y de la burguesía. Como siempre, en ambos bandos, el pueblo sería la carne de cañón, de forma más o menos convencida. Hay que decir, no obstante, que no hay nada como unos cañonazos sobre la casa de alguien para convencerle de quién es su enemigo en aquel momento. 

Hasta que el 11 de septiembre, Barcelona cayó ante los ejércitos combinados de Felipe y de su abuelo el Rey Sol. Éstos representaban la nueva forma de gobernar, el despotismo ilustrado. Que ilustrado lo sería más o menos según la ocasión, pero que déspota nunca dejó de serlo. La represión fue terrible, y muy siniestramente moderna. Con los años, se aflojó el nudo económico (al fin y al cabo, hay que estar bien con las élites locales) pero el político y cultural, no. Tampoco es que a la mayoría de gente de a pie le importara demasiado: en toda la península ibérica habrá que esperar al siglo XIX para que los sentimientos nacionales afloren entre las capas ricas y las ilustradas, y al XX entre todas las demás.

 Lo que no cambiaba era la dinastía reinante. Motines, revoluciones, dinastías extranjeras, repúblicas, guerras civiles y dictaduras parecían estar a punto de ponerle el definitivo punto y final... pero que nunca pasó de punto y seguido. Siempre volvían. Es verdad que hacia el final, terminó adaptándose a los nuevos tiempos. Y, mientras hubo dinero, incluso recibiendo el afecto popular. Este país es agradecido y lo perdona todo con la barriga llena.

 Nos acercamos al final: llegamos ya al presente. Hoy las barrigas no estan tan llenas y, por extensión, no se perdona ya todo, ni siquiera las campechanas borbonadas, que no son patrimonio exclusivo juancarlista como se pudiera pensar. Mientras que por doquier renacen republicanos ante los escándalos y el descrédito real, muchos descendientes de los derrotados en 1714 -entre los que hay también descendientes de los vencedores, esto es Cataluña- están dispuestos a recuperar su antigua condición de estado.

Por ironías del destino, exactamente 300 años después, el desafío lo tiene el siguiente Felipe de la regia lista. Con la diferencia de que tanto su presencia en el trono como su reinado sobre todos los territorios de la vieja monarquía hispánica ya no serán responsabilidad y quehacer de un Rey Sol. Lo serán -lo deberán ser- únicamente de la irresistible voluntad del pueblo. 

Sin ella, no será rey por mucha corona que ciña. 




 Hasta la próxima.

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