Normalmente, las despedidas son tristes. Normalmente. Otras, por el contrario, merecen toda la fiesta que uno se pueda imaginar. Por ejemplo, una buena parte de la generación de mis padres -servidor tenía apenas catorce meses- celebró todo lo que pudo aquello que los cursis del régimen llamaban "el hecho biológico inevitable" de Franco. Vamos, que la espichaba.
En el caso que nos trae hoy, la cosa no es tan tremenda, pero igualmente merece un poco de jaraneo. Y es que, como ayer apuntaba, el ínclito Benedicto XVI, haciendo gala de todo su germanismo y de su nula españolidad, dimitía de su puesto como regente de Dios en la Tierra. Para que luego digan que un ministrillo (o ministrilla) cualquiera no tiene por qué dimitir.
La verdad es que, más allá de que un señor de 85 años que apenas puede andar es difícilmente imaginable administrando los votos del Altísimo con la vehemencia que el proselitismo cristiano requiere, la alegría viene dada por ver si de alguna manera se pone fin a un periodo plagado de escándalos, corrupción (de la de pasta pero también de la de menores) y rancia visión del mundo que no ha hecho otra cosa que mermar de fervor a muchos seguidores de San Pedro.
En 1978, el genial Forges plasmó en una divertidísima y polémica viñeta la elección de Juan Pablo II. Y es que dibujó al Espíritu Santo en forma de blanca paloma yendo a un oftalmólogo, dando a entender que tenía más bien corta la vista en la elección del pontífice: como todos sabéis ésta no se debe a intrigas vaticanas (mal pensados), si no a la inspiración que otorga dicho Espíritu. Pues bien, parece que con los años aquella revisión óptica no tuvo demasiado efecto, vistos los resultados.
En cualquier caso, Benedicto se va y Ratzinger promete meterse en un monasterio de clausura. Así que qué mejor que dedicarle a todo ello una despedida fiestera y, por qué no, un poco macarrilla-hortera. Esto último corre ya por cuenta de esta casa.
So long!
Hasta la próxima.
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